En la cueva del duelo


Hace un año culminaba éxitosamente mi participación en el curso introductorio al montañismo que imparten en la universidad donde estudié.

Fueron cinco fines de semana en las que mi cuerpo, mi mente y alma estuvieron a prueba en cada una de las excursiones, correspondientes a las disciplinas que ahí se practican: media montaña, ciclismo de montaña, alta montaña, escalada en roca y espeleología. 

Diez meses antes ni siquiera me habría imaginado ver Amecameca desde el Iztaccíhuatl,  descender en cuerda en un tiro libre o progresar dentro de una cueva. Si bien, cuando lo escribo suena tan sencillo, la realidad es que pasó mucho más en mí al internarme en las montañas de lo que pensaba que sucedería.

Bueno, ¿y este aniversario qué?  Justamente, el 30 de septiembre del 2014, la Diana que comenzó este curso ya no era la misma que lo terminaba. Es más, se comenzó a parecer a la Diana de hoy.

Cada una de las prácticas implicó dar un paso hacia afuera de mi zona de confort, fuera del lugar que creía que nunca dejaría cuando me decían: "Anda, aviéntate del paracaídas" o "Vamos, sube una roca más" o "Tu puedes, métete al mar.." No. Antes de la montaña era fácil desvanecerme en el intento. Simplemente dejaba las cosas a medias y las soltaba. Era capaz de bloquearme por el miedo y no continuar el camino.

Esta fue una de las razones por las cuales decidí renunciar a una buena oferta de trabajo sabatina por tomar 5 fines de semana para ver qué sucedía conmigo, una vez que terminara este curso. Porque yo sabía que al final tendría que entrar y salir de una cueva. No sabía cual, no sabía como, pero sabía que había una cueva de por medio.

Y la cosa con las cuevas es que me dan miedo. Son oscuras, húmedas, son de difícil acceso, no sabes qué te vas a encontrar... Pero mi peor miedo es NO PODER SALIR DE ELLAS.

Así llegó esta práctica. Sistema de cuevas de lava, bóvedas grandes, piedras abrasivas (lamentablemente no dan abrazos), OSCURAS y TENEBROSAS. Con murciélagos (que nunca vi, para mi desgracia), y en las que se ingresa descendiendo en cuerda y se sale de ellas subiendo unas escaleras tipo helicóptero. La cereza del pastel es que entré con un arnés de "fortuna", hecho con cinta tubular por mí misma. Sí, yo confeccioné la base de mi seguridad. (Vamos bien).

Además de lo grandioso que es superar el miedo al descenso en cuerda, de saber que puedo confiar en algo que yo confecciono y de conocer lo que es realmente "vivir el momento", esta experiencia me recuerda que el DUELO es como "caminar en una cueva" de estas características. Oscura, abrasiva, húmeda y de la que se sale con mucho, mucho esfuerzo. (¿Ya dije oscura?). 

En la sima, con grandes compañeros.

Y es que hoy, 30 de septiembre del 2015, cumplo un mes de haber dejado mi anterior trabajo en el alma máter, en la tribu que me formó. Y reconozco el lugar de la cueva en el que me encuentro ahora.

Como dato cultural, el Sistema Chimalacatepec (o al menos la parte que conocí) es un camino  que puede transitarse caminando (hacia abajo, claro está) y llegas a la sima (punto más bajo) y regresas caminando hacia arriba, hasta encontrar una salida que es un tiro de 20 metros y por ello hay que subir en escaleras (se llaman escalas, pues). Una parte del camino se llama "el esfínter", que es la parte más angosta por el cual hay que pasar arrastrándose porque está del ancho de los hombros. Llegar a este punto y no pasar implica no llegar a la sima. Se puede regresar a la salida, pero el punto es hacer todo el trayecto, ¿no? ¿Qué chiste tendría todo el numerito de andar en la cueva si no progresas en toda ella?

Bueno, pues en el duelo de dejar mi anterior trabajo estoy en el mentado esfínter. Hace dos meses entregué mi renuncia formal, con la promesa de "llevar la Técnica al Servicio de la Patria a donde haga falta". Digamos, iba entrando a la cueva. Me atreví a soltarme y confiar en mi sistema de descenso. De ese tiempo a la fecha, la negación no me ha permitido derrumbarme. Talleres, cursos, una certificación exitosa, salidas, cumpleaños, amigos, tacos, lecturas, trabajos que caen del cielo... Estas experiencias me han mantenido caminando dentro de la cueva. La consigna es "sigue avanzando". 

El fin de semana pasado entré en el enojo. (¡Uf! ¡Qué fácil es cuando te rodeas de psicoterapeutas corporales humanistas!) La consigna es "sigue avanzando. Aún no llegas a la sima". (¿Qué? ¿Todavía falta?).

Hoy llegué a la parte más angosta del duelo. Llegué a la tristeza. Ya empecé a llorar. ¡Uf! ¡Qué alivio! ¡Señal de que avanzamos, Sancho! Avanzar hasta este lugar me daba igual de miedo que entrar a la cueva misma. Pero ya estoy adentro, en algún momento tendré que salir. Aquí la consigna es "decide: avanzas hasta la sima o te regresas y te sales por el agujero más cercano". ¿Qué? ¿Aún hay más abajo y adentro?

La decisión, sea cual sea, es adecuada. Pero yo quiero "seguir avanzando hasta la sima porque sé que la Diana que salga de la cueva no será la misma que entró". Si me salgo antes no sabré que hay en la sima. Así que, ¡a pasar por el agujero negro de la tristeza!

La buena noticia es que cuento con una herramienta fundamental para transitar en una cueva: la lámpara que pongo en mi frente o como me gusta llamarla: "La luz del ermitaño".

La carta del Ermitaño, que ilumina su camino con la luz de su corazón.

Finalmente, sé que se puede salir de esta cueva. La promesa es que saldré. Me costará trabajo, lo sé. Subir por esas dichosas escalas fue toda una prueba de resistencia física y mental con manos heladas y pies mojados... y porras. No queda de otra más que salir de la cueva.

Así que confío en que mi lámpara aguantará todo el camino. Confío en el equipo que cargo en mi mochila. Confío en el conocimiento de los que han transitado por esta y muchas cuevas. 

Al final, se sale de la cueva para continuar caminando.

Comentarios